Era la primera vez que pisaba Buenos Aires. Y
la Ciudad de la Furia se presentaba ante sus ojos como un mundo irreal, caótico
e inclasificable para sus sentidos aletargados por el largo viaje.
Lo primero que hizo al salir del hotel fue
llenar sus pulmones con aquel aire dulce y contaminado de la ciudad de sus
sueños, y sentirse con este gesto nimio algo más cerca de sus ídolos
literarios. Ya era uno más del club, él también había respirado el mismo aire viciado
de aquella ciudad salvaje e indomable. Demasiadas veces había leído a Borges,
Cortazar, Lugones, Art, Piglia... entre otros escritores argentinos menos
conocidos, y demasiadas veces había soñado despierto que caminaba por aquellas
calles arropado por las palabras y las historias de sus maestros literarios. Buenos
Aires era su ciudad. Una urbe imaginada mil veces…, tantas, que parecía una
pieza más de sus recuerdos.
Caminó sin rumbo, con la necesidad de
callejear, de conocer, de sentirse parte de aquella mole inmensa; donde podía
sentirse un soñador más. Un escritor en una ciudad de escritores. Y tal vez por
eso, caminaba sin prisas, rodeado por un enjambre de obreras que se afanaban
por llegar a su trabajo, a sus casas… Sabiéndose el único zángano de la colmena.
Al entrar en al bar lo recorrí con la sagacidad
del cazador de presas mayores. Buscaba una pieza de altura. Nunca se le habían
dado mal las mujeres, o mimas como
las llamaban en el país. Minas, volvió a repetir la palabra mentalmente como si
la acariciara. Y se dijo con algo de fastidio: como si la perfección, aunque le cambiemos de nombre, pudiese enriquecer
el producto final. Con las mujeres, las matemáticas, la física cuántica y
la madre que las parió, sólo encontraban un sentido y una lógica infinita y
casi indescifrable, cuando la piel del hombre y la de la mujer se bruñía como
si de dos metales se tratasen.
Se acercó a la barra y al abrir la boca para
pedir un café a nadie del local le quedó la más ligera sospecha que era un
vasco, un españolito que se encontraba en los dominios de los gauchos, de
cocineros capaces de hacer que una vaca se convirtiese en una de las mayores delicias
culinarias del mundo.
La camarera le sirvió el café con una sonrisa
tatuada en los labios. Él sabía que con aquella mujer podría hacer locuras,
jugar con sus caderas, perderse en sus pechos y convertirse en el aprendiz de
un apicultor para recoger la miel de sus sexo; pero todos aquella fantasías
desaparecieron cuando sus ojos descubrieron al otro lado de la barra, sentada
en un taburete a una preciosidad de 1.70 provista de unas piernas quilométricas
que parecían no tener fin. Cogió el café y se acercó a ella con la intención de
decirle algún piropo, de intentar llevarla a la cama. Le ofreció un cigarrillo antes
de llevarse uno a la boca, pero ella lo rechazó mostrándole una sonrisa
coqueta.
—Veo que te gusta Benedetti —le dijo
arrastrando algo las palabras que se enredaban con las volutas de humo de su
cigarrillo.
No le dijo nada, lo miró a los ojos y le dedicó
una sonrisa dulce, llena de sensualidad.
—Yo adoro su poesía —le comentó intuyendo que
aquella porteña deseaba encamarse con él.
—¿Le apetece tomarse otro café? —le preguntó
para que no tase que no era un vulgar patán, sino un caballero.
Ella como toda respuesta jugueteó con su
cabello. Se acercó un poco más, para que sus alientos pudiesen conocerse. Los labios y sus lenguas tendrías que
esperar su turno, pensó excitado. Y ese pensamiento lujurioso le
envalentonó. La cogí del brazo y la hizo levantarse del taburete, quería
contemplar con delectación aquellas piernas quilométricas en las que un explorador
se podría haber perdido. La empujó desde atrás, clavándole su sexo duro y
palpitante. Ella se dejó guiar como una novicia. Sólo somos dos desconocidos en un bar…, se dijo sintiendo como su
sexo quería explotar. Avanzaron hasta alcanzar las puertas de los aseos.
Primero entre ella, para que ningún parroquiano despistado armase bronca,
después él.
Al entrar en el minúsculo servicio puso el
pestillo; no quería interrupciones. Ya le habían hablado del candor de las
argentinas, sin embargo, ahora podría confirmar de primera mano. La chica
empezó a comerle a besos, recorriéndole la cara como si estuviese grabada por surcos
de un tango escrito para ellos. Un tango nacido en el arrabal portuario,
cantado por una voz preñada de sensualidad y deseo. Los besos le hacen entrar
en combustión espontánea. Siente cómo su sexo va creciendo con voluntad propia.
Y deja que las manos dóciles de ella le bajen la cremallera y aparezca su sexo
como un dócil elefante blanco. Unos segundos y sus dedos ya lo recorrían, un
movimiento rápido de su cabeza y su miembro se había perdido en las profundidades
cavernosas de su boca. La cogió del cabello como si tratase de domar a una
potranca joven. Unas cuantas sacudidas brutales y un quejido entre lastimero y
animal atestaron las paredes del diminuto servicio. La muchacha se dio la
vuelta sin mirarle, llena su boca todavía de él. Se arregló el pelo, se pintó
los labios y se fue como una aparecida. Cuando al final consiguió salir del
servicio arreglándose la camisa; de ella sólo quedaba la estela de su perfume y
una desazón por haberla perdido sin saber ni siquiera su nombre.
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