domingo, 26 de enero de 2014

UN ENCUENTRO CASUAL


Era la primera vez que pisaba Buenos Aires. Y la Ciudad de la Furia se presentaba ante sus ojos como un mundo irreal, caótico e inclasificable para sus sentidos aletargados por el largo viaje.
Lo primero que hizo al salir del hotel fue llenar sus pulmones con aquel aire dulce y contaminado de la ciudad de sus sueños, y sentirse con este gesto nimio algo más cerca de sus ídolos literarios. Ya era uno más del club, él también había respirado el mismo aire viciado de aquella ciudad salvaje e indomable. Demasiadas veces había leído a Borges, Cortazar, Lugones, Art, Piglia... entre otros escritores argentinos menos conocidos, y demasiadas veces había soñado despierto que caminaba por aquellas calles arropado por las palabras y las historias de sus maestros literarios. Buenos Aires era su ciudad. Una urbe imaginada mil veces…, tantas, que parecía una pieza más de sus recuerdos.
Caminó sin rumbo, con la necesidad de callejear, de conocer, de sentirse parte de aquella mole inmensa; donde podía sentirse un soñador más. Un escritor en una ciudad de escritores. Y tal vez por eso, caminaba sin prisas, rodeado por un enjambre de obreras que se afanaban por llegar a su trabajo, a sus casas… Sabiéndose el único zángano de la colmena.
Al entrar en al bar lo recorrí con la sagacidad del cazador de presas mayores. Buscaba una pieza de altura. Nunca se le habían dado mal las mujeres, o mimas como las llamaban en el país. Minas, volvió a repetir la palabra mentalmente como si la acariciara. Y se dijo con algo de fastidio: como si la perfección, aunque le cambiemos de nombre, pudiese enriquecer el producto final. Con las mujeres, las matemáticas, la física cuántica y la madre que las parió, sólo encontraban un sentido y una lógica infinita y casi indescifrable, cuando la piel del hombre y la de la mujer se bruñía como si de dos metales se tratasen.
Se acercó a la barra y al abrir la boca para pedir un café a nadie del local le quedó la más ligera sospecha que era un vasco, un españolito que se encontraba en los dominios de los gauchos, de cocineros capaces de hacer que una vaca se convirtiese en una de las mayores delicias culinarias del mundo.
La camarera le sirvió el café con una sonrisa tatuada en los labios. Él sabía que con aquella mujer podría hacer locuras, jugar con sus caderas, perderse en sus pechos y convertirse en el aprendiz de un apicultor para recoger la miel de sus sexo; pero todos aquella fantasías desaparecieron cuando sus ojos descubrieron al otro lado de la barra, sentada en un taburete a una preciosidad de 1.70 provista de unas piernas quilométricas que parecían no tener fin. Cogió el café y se acercó a ella con la intención de decirle algún piropo, de intentar llevarla a la cama. Le ofreció un cigarrillo antes de llevarse uno a la boca, pero ella lo rechazó mostrándole una sonrisa coqueta.
—Veo que te gusta Benedetti —le dijo arrastrando algo las palabras que se enredaban con las volutas de humo de su cigarrillo.
No le dijo nada, lo miró a los ojos y le dedicó una sonrisa dulce, llena de sensualidad.
—Yo adoro su poesía —le comentó intuyendo que aquella porteña deseaba encamarse con él.
—¿Le apetece tomarse otro café? —le preguntó para que no tase que no era un vulgar patán, sino un caballero.
Ella como toda respuesta jugueteó con su cabello. Se acercó un poco más, para que sus alientos pudiesen conocerse. Los labios y sus lenguas tendrías que esperar su turno, pensó excitado. Y ese pensamiento lujurioso le envalentonó. La cogí del brazo y la hizo levantarse del taburete, quería contemplar con delectación aquellas piernas quilométricas en las que un explorador se podría haber perdido. La empujó desde atrás, clavándole su sexo duro y palpitante. Ella se dejó guiar como una novicia. Sólo somos dos desconocidos en un bar…, se dijo sintiendo como su sexo quería explotar. Avanzaron hasta alcanzar las puertas de los aseos. Primero entre ella, para que ningún parroquiano despistado armase bronca, después él.

Al entrar en el minúsculo servicio puso el pestillo; no quería interrupciones. Ya le habían hablado del candor de las argentinas, sin embargo, ahora podría confirmar de primera mano. La chica empezó a comerle a besos, recorriéndole la cara como si estuviese grabada por surcos de un tango escrito para ellos. Un tango nacido en el arrabal portuario, cantado por una voz preñada de sensualidad y deseo. Los besos le hacen entrar en combustión espontánea. Siente cómo su sexo va creciendo con voluntad propia. Y deja que las manos dóciles de ella le bajen la cremallera y aparezca su sexo como un dócil elefante blanco. Unos segundos y sus dedos ya lo recorrían, un movimiento rápido de su cabeza y su miembro se había perdido en las profundidades cavernosas de su boca. La cogió del cabello como si tratase de domar a una potranca joven. Unas cuantas sacudidas brutales y un quejido entre lastimero y animal atestaron las paredes del diminuto servicio. La muchacha se dio la vuelta sin mirarle, llena su boca todavía de él. Se arregló el pelo, se pintó los labios y se fue como una aparecida. Cuando al final consiguió salir del servicio arreglándose la camisa; de ella sólo quedaba la estela de su perfume y una desazón por haberla perdido sin saber ni siquiera su nombre.  

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